Cavalls del Vent 2013: finisher en 16h21′ y puesto 119

Yo no tenía que hacer la Cavalls del Vent este año. Estando seleccionado para el Ultratrail del Mont Blanc la última semana de agosto, era evidente que tres semanas era demasiado poco margen de recuperación entre ambas carreras. Sin embargo, justo antes de acabar el plazo de inscripción, mi amigo Sergi Montes nos escribió a Jesús y a mi diciendo que nos apuntáramos en grupo, que no nos tocaría, pero que ya tendríamos puntos para el año que viene. Y tocó, claro.

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El Mont Blanc me dejó más desgastado de lo que pensaba. Las dos primeras semanas iba agotado, pero lo peor fue el dolor de pies. Y días antes de Cavalls persistía. Los últimos días la mejora fue rápida, pero sabía que no llegaba a la prueba en perfectas condiciones. Aún así, tenía muchas ganas de hacerla porque íbamos los tres juntos, porque llevaba dos años intentando apuntarme y no me había tocado y porque este verano habíamos hecho dos veces el recorrido y es precioso, trail running en estado puro. Eso sí, iba a afrontar la carrera siendo un poco conservador y muy a la expectativa de como iba físicamente y, sobretodo, de pies. Lo que no quería bajo ningún concepto era sufrir alguna lesión grave.

Pese a todo esto, en la salida estaba muy tranquilo. Me encanta ese momento en el que miras a tu alrededor y ves las reacciones de la gente: hablando con el compañero, aullando como un animal, con la mirada completamente perdida, sonriendo como un niño… Suena la música de El Último Mohicano y el subidón es espectacular. De repente te ves corriendo entre una riada de gente por callejones estrechos, aunque la mayoría es educada y no hay empujones ni cosas raras. Los primeros 14 kilómetros son básicamente una subida hasta los 2.500 metros del Niu del Áliga, el techo de la prueba. Como hemos salido bastante atrás, apretamos un poco para enfilar bien la ascensión y vamos haciendo. Para mi gusto vamos un tanto rápido, pero como subo bien y no quiero perder a Sergi, aprieto para seguirle. Jesús se queda un poco rezagado atrás.

La subida es dura, pero incluso se me hace un poco corta hasta el Niu, donde saludo a Joan Solà, el director de Salomon en España, y veo que Sergi, que se había marchado un poco, está esperando. Miramos si vemos a Jesús y, como no viene, iniciamos la bajada que tiene unas vistas espectaculares. Allí voy muy conservador y me pasa bastante gente, algunos bajando como búfalos. La subida ha ido bien, pero al bajar empiezo a notar un leve dolor en la planta de los pies. Eso, unido a un terreno muy técnico, hace que tense mucho la musculatura y se me empiezan a agarrotar los cuádriceps. Vamos bien… Cada vez me cuesta más seguir a Sergi y llego al refugio del Serrat de les Esposes mal, bastante mal. Apenas llevamos 28 kilómetros y voy sin piernas y con los pies doloridos. No quiero que eso me sirva de excusa y, ni mucho menos, quiero abandonar, pero está claro que así no puedo afrontar más 70 kilómetros. Eso sí, le explico la situación a Sergi y le digo que tire, que él va mucho mejor, y que yo quiero ir a mi ritmo. Me dice que no hay problema, que no quiere ir solo y que tampoco quiere forzar. Eso me alivia, ya que no quiero retrasarle y a la vez es una gran ayuda moral ir con alguien.

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Trato de ser positivo y pensar que la cosa también puede ir a mejor. Me tomo un ibuprofeno, como un poco (hasta ahora no lo había hecho), bebo bien (hace mucha calor) y salimos. En ese punto de pájara mental, me encuentro a un chico con síndrome de Down al inicio de la subida. Está saludando a los corredores y cuando me acerco para chocarle la mano me dice con claridad alucinante ‘vinga, anima aquesta cara, ets una màquina!’. Su familia y y nos miramos y empezamos a reir a carcajadas a la vez que trato de contener alguna lagrimilla de emoción que se me escapa. Son esos pequeños-grandes detalles de una carrera que te hacen sentir especial y que te dan fuerzas para seguir adelante. Hay muchísima gente que no para de animarte por todo el recorrido, el ambiente es espectacular, y solo por eso vale la pena seguir. Entre esto, el ibuprofeno, la comida y lo que sea, empiezo a recuperarme y a bajar mejor. El último tramo de pista hasta Bellver, con un terreno más agradable, me permite correr bastante y rápido, lo que acaba de animarme. Allí hay la gran parada y mucha gente esperando, entre ellos Ricard Belaskoain, de Vilanova, que nos ayuda a coger la comida y a cambiar de mochila, ya que a partir de las cinco de la tarde el material obligatorio aumenta y nosotros habíamos salido con lo mínimo.

Mientras comemos aparece Jesús, así que salimos de Bellver reagrupados. Estamos en el kilómetro 40 y nos viene una subida suave, pero larga, hacia Cortals y luego un tramo que me da mucho respeto hacia Prats de Aguiló. Yo voy bien y hago la subida a ritmo e incluso corriendo detrás de Sergi, pero Jesús va con rampas y vuelve a quedarse. Hasta el primer refugio todo va perfecto, pero al salir hay una subida muy dura en la que me vengo abajo. De golpe me siento vacío y tengo que parar un par de veces de subir de puro agotamiento. No lo entiendo, eso no me pasó ni en los peores momentos del Mont Blanc. Este tramo de 12 kilómetros, además, es muy largo y estamos al mediodía, con un sol de justicia. Me quedo sin agua pese a ir racionando y Sergi tiene que esperarme bastante rato un par de veces. Trato de pasar el mal trago e ir corriendo cuando encuentro fuerzas, pero voy muy muy justo, incluso con sueño. Finalmente aparece el refugio y le digo a Sergi que yo allí tengo que parar un buen rato, sentarme, comer mucho, beber mucho y rehacerme, o no puedo seguir.

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La sensación es rara. No quiero retirarme, pero está claro que en esas condiciones no puedo seguir 40 km. Decido hacer como antes: comer y ver qué pasa. Tomo de todo: otro ibuprofeno, magnesio líquido, un gel de cafeína, muchísima fruta, incluso gominolas… Y lo cierto es que cuando arranco, me encuentro con fuerzas otra vez y los pies han mejorado. Viene el temido pas dels Gosolans, una subida de casi 1.000 metros positivos, que hago a buen ritmo y animado, porque sé que una vez arriba, llanearemos unos kilómetros y luego bajaremos por pistas hasta el refugio Lluís Estassen, ya en el kilómetro 70. No fue mi mejor subida y Sergi me tuvo que esperar un poco, pero la superé bien y empezamos a bajar juntos a un ritmo cada vez mejor. Veo que de piernas voy muy bien, de pies aceptable y cuando llegamos a la pista empezamos a apretar y adelantar a bastante gente. La sensación es brutal, corriendo de esta manera en el km. 70. Me siento corredor otra vez.

Llegamos a Estassen bien y aún de día, uno de nuestros objetivos al inicio de la carrera. Allí vuelve a estar Ricard, que me dice que coma, pero voy lleno del refugio anterior, así que casi no paramos y enfilamos hacia el Gresolet. La bajada al principio es un poco complicada con raíces y piedras, pero luego se puede hacer bien y voy siguiendo a Sergi sin problemas. Llegamos rápidamente al refugio. Ya estamos en el quilómetro 75, sigue habiendo luz y ahora sé positivamente que no me voy a retirar, que mejor o peor, pero voy a acabar. El siguiente tramo hasta Sant Martí también baja bastante, aunque es más largo, y nos lanzamos a una bajada que disfruto bastante porque vamos a ritmo, pero que me castiga mucho la planta de los pies. En los últimos 2-3 kilómetros se está haciendo de noche y apretamos para llegar al refugio con luz, lo cual supone un golpeteo brutal para las articulaciones, pero conseguimos llegar al límite de que se nos acabe la luz.

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Allí paramos un poco, comemos algo, nos tapamos porque empieza a hacer frío y salimos… sin los frontales! Le digo a Sergi que me de el mío que está en la bolsa y él se da cuenta que tampoco lleva puesto el suyo, que lo tiene en la mochila. Vaya empanada colectiva! Toca una subida de cinco kilómetros que empieza por els Empedrats, un tramo precioso de día que cruza varios trozos con mucha agua, pero algo complicado y resbaladizo de noche. Aún así, hacemos el primer trozo a muy buen ritmo. Yo me siento con fuerzas, aunque el tramo es larguísimo y en los últimos dos kilómetros se hace interminable. Llego al refugio bastante cansado y con gran dolor de pies. Me tomo un ibuprofeno, pero sé que ya no me va a servir de nada, y sin parar demasiado afrontamos los últimos 12 quilómetros. El primer tramo de bajada es muy pedregoso y supone un suplicio para mis pies. Me da rabia, porque de piernas voy muy bien, pero los apoyos son terribles. Con todo, esta vez no me quejo o me cabreo como en el Mont Blanc, porque ya sabía que venía aquí tocado y esto podía pasar. Es una especie de estoica resignación. Cuando encuentro un tramo limpio de camino puedo correr muy bien y disfruto. La sensación de estar corriendo de noche y tras 94 kilómetros te hace sentir realmente bien, pese a todo el cansancio y dolor acumulado. Otra vez la típica montaña rusa de sensaciones.

La lástima son los pies, los dichosos pies. De apoyar mal se me ha hecho una gran llaga en la planta izquierda, pero prefiero ese dolor al otro, al de las ‘almohadillas’ en las que parece que tenga clavada dos espinas cada vez que impacto con el suelo. Finalmente llegamos a la carretera, a un 5 kilómetros de Bagà, en la que me espera Sergi. Le digo que voy fatal e incluso correr por asfalto ya me resulta muy doloroso, pero a la vez pienso que el hecho de tenerle y que en tantos momentos hayamos ido juntos ha hecho la carrera muchísimo más llevadera mentalmente. Para colmo de males, tras dos kilómetros nos vuelve a meter con un caminito: no, más piedras no, por favor! Pero sigo. Qué remedio. Sigo resoplando y gritando como un animal por momentos, aunque a la vez estoy saboreando la carrera y que ya lo tenemos. Es de locos. Finalmente entramos en Bagà. Son las 11 y poco de la noche y aún hay mucha gente que nos anima y aplaude. Cruzamos la meta juntos y nos abrazamos. No es una explosión de alegría, pero estoy satisfecho y contento: hemos hecho el tiempo previsto (16h21′), una posición digna (133 al llegar, 119 en las clasificaciones porque hay gente a la que parece ser que han descalificado) y he acabado una carrera que por momentos no vi muy clara.

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Saludo a Mauri, Edu, Biel de Salomon, gente magnífica que me han animado durante la carrera, y nos hacemos la foto de finishers mientras esperamos a Jesús, que llegará una hora y media después de nosotros. Por mi parte, sensaciones ambivalentes. Un poco triste por el tema pies y no haber podido hacerlo algo mejor, pero muy contento por lo vivido, por hacer la carrera con un amigo de la infancia, por el ambientazo, por los paisajes y por haber acabado otra de las carreras más duras del mundo. Y ahora qué, me pregunta mucha gente. Ahora, a descansar un poco 😉

Ultratrail del Mont Blanc 2013: sueño cumplido en 33h13′

No es la carrera más larga, ni la más dura, pero probablemente la The North Face Ultratrail del Mont Blanc (UTMB) es la prueba de trail running más emblemática del mundo, aquella que casi todo corredor sueña con hacer y acabar por lo menos una vez en la vida. Y es que, para estar en la línea de salida, cada participante debe acreditar como mínimo haber acabado tres carreras de larga distancia el año anterior y, además, ser uno de los 2.469 afortunados de entre los 10.000 solicitantes de media que suele haber anualmente. Una vez aceptado tendrá por delante una exigente vuelta completa al macizo del Mont Blanc, con un total de 170 kilómetros y un desnivel positivo de 10.000 metros pasando por tres países. Eso es, por poner algunos ejemplos cercanos, como completar cuatro maratones de Barcelona seguidas (sin contar el desnivel de subida), subir una altura superior al Everest o bien completar dos vueltas seguidas a la Cavalls del Vent.

Yo llegaba a la prueba preparado, pero muy prudente ante el reto de correr una distancia mucho más larga de lo que había hecho hasta ahora (los 112 kilómetros del Ultra Mític de Andorra el año pasado). Mi único objetivo era acabarla y, si podía ser, no adentrarme mucho en la segunda noche, por lo que debía rondar las 30-35 horas, pero sin que ello pusiera en riesgo el objetivo número uno: ser finisher. Por motivos de faena y familiares no pude viajar a Chamonix hasta el día anterior, aunque por suerte pude hacerlo con mi amigo de la infancia y compañero de entrenos Sergio Montes. El jueves nos levantamos a las 5,30 de la mañana, nos pegamos ocho horas de coche y por la tarde estuvimos andando y asistimos al Café & consejos de Salomon con Miguel Heras, por lo que a las 9 de la noche me metía en la cama completamente muerto.  El viernes, las horas pasan rápidamente hasta las cuatro y media de la tarde, un día y una hora que muchos hemos tenido grabada a fuego en la cabeza durante días e incontables horas de entreno. La clásica fanfarria de Vangelis suena en la plaza de Chamonix, completamente atestada de gente, y la larga serpiente de corredores se pone en marcha en pos de un sueño: los primeros espadas saliendo a toda velocidad y los atletas populares que van por atrás andando casi un kilómetro y empapándose del ambiente y de los ánimos de la gente.

UTMB 2013

Los primeros kilómetros de la UTMB son una especie de paseo triunfal por el valle y por diversas localidades como Les Houches, Saint Gervais, Les Contamines o Notre Dame de la Gorge. Con una única subida al Delevret, el paso por los pueblos permite a los corredores disfrutar de los ánimos de miles de personas, sobretodo niños, que te miran con admiración o no paran de gritarte cosas como ‘Bravo’, ‘Allez’, ‘Courage’ o ‘bonne course’. Yo, sin embargo, vivo una de las experiencias más angustiosas de mi vida. Durante todo el día he tenido una sensación rara, como de cansancio y sueño, y cuando salgo, pese a ir a un ritmo cómodo, me voy encontrando mal. Tengo el estómago removido y cada vez me noto menos las piernas. Me digo que es imposible estar tan cansado con solo 10 kilómetros y que debe ser nervioso, pero no logro salir del bucle y empiezo a temer por un fracaso estrepitoso. Pruebo todas las tácticas mentales de las que dispongo, trato de relajarme y de disfrutar del ambiente y en la subida a la estación del Delevret una pequeña y bonita niña francesa pone la mano para que se la choque con una mirada de ilusión. Eso me encanta, así que me acerco y lo hago y al momento me doy cuenta de una cosa: estoy sonriendo por primera vez desde que ha arrancado la carrera (antes sí que me había reído, y mucho con un participante japonés… disfrazado de mono!).

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El cambio es radical. El paso por los otros pueblos me permite seguir chocando las manos con un montón de niños, de sonreír y de agradecer a todos aquellos que me animan. El cuerpo empieza a funcionar con normalidad. Tras 40 kilómetros muy asequibles, sin embargo, se hace de noche y la carrera se revela en toda su crudeza. Se pasa de las multitudes a la soledad absoluta e iniciamos tres largos y duros ascensos hasta el Col du Bonhomme (2.443 metros), el Col de la Seigne (2.516) y l’Aréte Mont Favre (2.435) en una parte que dicen que es de las más bonitas de la carrera. Sin embargo, nosotros, sumidos en una negra y fría noche, apenas vemos más allá del óvalo de luz de nuestros frontales y debemos poner los cinco sentidos en unas subidas exigentes y unas bajadas que pueden convertirse en trampas para articulaciones y tobillos. Ésta es una de mis obsesiones: no hacerme daño en las bajadas y no arriesgar. En la primera bajada, sin embargo, me empiezan a pasar corredores que van muy rápidos y trato de seguirlos un poco. Resultado: una torcedura dolorosa del tobillo derecho y una caída en la que casi parto uno de mis palos. Me cabreo conmigo mismo por no prestar atención a lo planeado anteriormente y aún arriesgo menos en las bajadas, tratando de apretar en las subidas.

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Con el paso de la noche la UTMB entra en Italia buscando el primer gran hito de la carrera: Courmayeur (km 77). Antes, en un avituallamiento me dan una bebida isotónica que parece mucho más densa que las otras, pero no le presto atención. Un rato después empiezo a encontrarme fatal, con una bola en la barriga, justo en el momento en el que toca bajar y puedo correr. El movimiento agrava mi malestar y acabo parando y vomitando a un lado del camino. Perfecto. Nunca me había pasado esto en una carrera y ahora me pasa a más de 90 kilómetros de la meta! Logro hacer los últimos tres de bajada por un camino tortuoso, serpenteante y lleno de polvo, y entro en Courmayeur, un punto en el que pueden venirte a asistir familiares y puedes recoger la bolsa con ropa y comida que has dejado en la salida. Yo, sin embargo, no tengo asistencia, entro y no me dan la bolsa, tengo que volver atrás a buscarla, y debo hacer bastante mala cara, porque una chica catalana que está esperando a su novio que está en la enfermería se ofrece a ayudarme. Se lo agradezco, pero lentamente voy haciendo. Me cambio parte de la ropa mojada, los calcetines y subo al pabellón a comer alguna cosa. El problema es que no me apetece absolutamente nada. Mi plan de avituallamiento, que comprendía hacer una comida fuerte allí, ha saltado por los aires. Perfecto otra vez.

Decido alimentarme con caldo y beber el máximo de agua posible para evitar deshidratarme, pero nada de pasta (energía), sales minerales (para las rampas) o café (para el sueño). Por ahora todo eso es secundario a cambio de recuperar el estómago. Lo apasionante de este tipo de carreras es precisamente esto: saber que te van a pasar todo tipo de cosas imprevistas y que debes ir gestionándolas. En este sentido, el UTMB es una inmensa aventura en le que uno debe ir afrontando los múltiples problemas que se le van a ir apareciendo con la mayor calma y autoconfianza posible.

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Una salida relajada para asentar el estómago por las vacías calles de Courmayeur da paso al inmediato ascenso de 800 metros positivos hacia el refugio Bertone, uno de los más emblemáticos del mundo, junto al Bonatti, bautizado así en honor al mítico escalador y alpinista transalpino. El tramo entre los dos bucólicos refugios de montaña llanea bastante y permite a los corredores disfrutar de una vistas sobrecogedoras y terriblemente bellas de las Grandes Jorasses, los colosos nevados que están al lado del Mont Blanc. En este tramo oigo a un chico catalán de Igualada por detrás que ve mi bandera en el cuello y empieza a hablarme. Recuerdo que le doy las gracias porque llevo unas 14 horas encerrado en mi mismo y ese rato que hablamos me permite evadirme un poco. Eso, unido a la belleza del paisaje, que ya es de día y que el estómago se me va asentando, me anima bastante. Me siento un privilegiado por estar allí. Tras pasar por el avituallamiento de Arnuva (km. 95) nos toca afrontar la cima de la prueba: un tortuoso ascenso de 900 metros hasta los 2.537 del Grand Col Ferret. Ahí es donde Miguel Heras, por ejemplo, sufrirá un pequeño bajón que le llevará a ceder el primer puesto de la prueba al finalmente ganador, el joven francés Xavier Thevenard.

Para el resto de los mortales, la carrera está más allá de clasificaciones, tiempos o competir con los otros. La única lucha es contra uno mismo y contra el duro recorrido, por lo que impera la camaradería con los compañeros que uno se va cruzando en el camino. Es habitual ver parar a un corredor parar a preguntar a otro si necesita asistencia o prestarse a compartir geles, barritas energéticas o apósitos si a otro le hace falta. Con todo, las horas y el cansancio (más de 24 ya sin dormir y unas 18-19 en carrera) empiezan a hacer mella y la mayoría de participantes vamos bastante taciturnos y sin muchas ganas de hablar. Coronar el Grand Col Ferret supone llegar al punto psicológico de los 100 kilómetros, pero exige un desgaste físico terrible en un sábado por la mañana en el que empieza a hacer calor. Personalmente no me asustan las subidas: como soy bastante potente de piernas, marco un ritmo regular e intento no pararme para que no se haga muy largo, pero ciertamente el Col Ferret te lleva al límite. Por el camino adelanto a bastantes participantes fundidos o sentados en un piedra y en la cima hay una decena estirados recuperando fuerzas antes de iniciar con las piernas y sobretodo los pies doloridos un exigente descenso de 5 kilómetros hasta el avituallamiento de la Fouly, que parece que no llegue nunca.

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Una vez allí, paro para reponer fuerzas y trato de comer algo, porque llevo horas a base de caldo, pero apenas puedo probar bocado sólido. Vaya tela. Así que salida hacia Champex-Lac, ya en la parte Suiza del trazado y segundo hito del camino, ya que se permite la asistencia familiar. Este tramo es de apenas 14 quilómetros y sin desnivel, pero el cansancio empieza a pasar mucha factura. En contrapartida, podemos disfrutar de la pintoresca belleza de los pueblos de los alpes suizos, unas maravillosas casitas de madera que parecen de juguete en medio de prados verdes. La tranquilidad y la paz son absolutas, aunque todos sus habitantes sin excepción, cruzan palabras de ánimo o aplausos con cada corredor, ya sea desde sus casas, sus jardines o las mesas en las que están comiendo. La única ‘trampa’ de este tramo es una complicada y angustiosa subida de 400 metros hasta Champex Lac, una preciosa localidad con un enorme lago en el que hay un montón de gente tomando el sol, haciendo un pícnic o siguiendo la carrera. Se hace larga, pero al final llego al avituallamiento, en el que puedo comer alguna cosa sólida y algún trozo de barrita.

La salida de Champex es igualmente bella y al principio agradable, con tramos llanos bordeando un río en los que corro bastante. Este tramo, hasta Trient, no tiene grandes desniveles a parte de subir al Col Bovine a casi 2.000 metros, pero la ascensión es muy larga y tendida y presenta complicaciones como la de ver el camino bloqueado por un grupo de vacas, que no quieren ceder su puesto de privilegio y te obligan a subir campo a través. La otra gran dificultad son los 17 kilómetros de distancia hasta Trient, que en condiciones normales serían un paseo, pero con el cansancio acumulado se convierten en eternos. La subida la hago más o menos bien, pero en la bajada los pies me matan y el terreno es bastante pedregoso y técnico. Los noto hinchados y, por no pisar donde me duele, acabo corriendo mal y llagándome. La bajada es bastante agónica y se me hace muy muy larga. Llego a Trient hecho polvo y lo primero que hago es quitarme las bambas para que se deshinchen los pies, me tomo un ibuprofeno, cojo algo de comida, ahora sí, y me siento 15 minutos a comer, revisar el trazado y el planteamiento de la carrera. Yo había intentado en todo momento no hacer apenas segunda noche y ya veo que no podrá ser, así que decido asegurar el tiro, parar y reponer fuerzas en los dos avituallamientos que quedan y estar muy atento a las bajadas.

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Estamos en el kilómetro 139 y ahora mismo afronto un tramo de 10 hasta Vallorcine, en el que subes cinco quilómetros y bajas otros cinco y como, curiosidad, pasas la frontera entre Suiza y Francia en la que la organización avisa que te pueden pedir el DNI. Me digo mentalmente que casi lo tengo, que la subida voy a ir a ritmo, pese a que los palos me han llagado las manos (vaya drama) y que solo tengo que acabar la bajada sin lesionarme para quedarme a 19 kilómetros de la meta. Ascender el Catogne, a 2027 metros, es ya una empresa titánica, aunque se logra con paciencia y la ayuda de los bastones, pero afrontar la bajada con el dolor en las plantas de los pies terrible es poco más que un calvario. Por suerte, ésta no es tan técnica como la anterior y permite correr algo más.

Aún así, ya vuelve a ser de noche, la temperatura baja y el sueño provoca confusiones de los sentidos, sombras que parecen personas e incluso alguna que otra alucinación, como un presunto frontal tirado en el camino que cuando me agacho a coger descubro que es… una piedra. En el primer momento me entra la risa, pero luego me digo que no haga el tonto, a ver si me voy a despeñar cuando sea noche cerrada. Como no he tomado café en todo el día, la sensación de sueño es terrible. Por momentos parece que flotas y que hay una especie de distancia entre lo que ven tus sentidos y procesa tu cabeza. En Vallorcine vuelvo a quitarme las bambas, a coger algo de comida y me tomo un gel de cafeína para el sueño, arriesgando con el estómago, pero pensando que ya queda poco. El último tramo es básicamente una ascensión de 9 kilómetros a la Téte aux vents, la imponente cima que queda a la derecha de Chamonix en Les Aigulles Rouges, y bajar al pueblo. Los primeros quilómetros son planos y se puede correr (o trotar), pero los últimos 4-5 son una ascensión tremenda a 2130 metros que acaba con las escasas fuerzas de más de uno. Las vistas deben ser espectaculares, pero es noche cerrada y no veo nada más allá del camino. Los primeros dos quilómetros de bajada son terriblemente técnicos, con mucha piedra y saltos, y acaban de destrozar las piernas ya muy doloridas y los pies. Hay momentos en los que parece que tenga espinas clavadas en la planta, me duele tanto que tengo ganas de llorar y decido tomarme otro ibuprofeno. Por momentos te sientes como si la carrera te estuviera tendiendo una última trampa e incluso te cabreas y murmuras barbaridades en voz baja. Pero no me rindo. Paso a paso voy saltando con la ayuda de los palos y pensando en llegar a la Flegere, el último control de paso. Una vez allí sabes que lo tienes, que has podido con este monstruo.

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Quedan siete quilómetros de pistas y senderos en los que cada uno deja ir sus emociones como puede o sabe. Personalmente, empiezo a correr cada vez más rápido y la adrenalina hace que desaparezca por un momento todo el dolor y tensión acumulados. Después de muchas bajadas asegurando y sin arriesgar, en esta me dejo ir, salto y disfruto como un niño pequeño. Adelanto a un chico que va hablando solo en catalán, al parecer con su madre ya muerta, otro que me mira con los ojos llorosos y un tercero con la cara desencajada de dolor. Me cruzo con una persona que me dice algo y me ciega con el frontal y le respondo ‘merci’. Cuando ya he pasado oigo ‘Albert?’, me paro y digo ‘Sergi?’ y me responde ‘qué haces corriendo?’, jajaja. Vaya diálogo! Le digo que voy bien, que los pies ya no me duelen tanto y puedo correr. Me va contando lo que queda y recuerdo que me quejo del terreno y del dolor, pero estoy muy contento de tenerlo allí conmigo y de poder correr con relativa facilidad. Cruzo Chamonix semidesierto a la 1,40 de la mañana para parar el crono en 33h13′. Aún así, todas las personas con las que me cruzo y voluntarios me felicitan y me aplauden. En la recta de meta recuerdo que abro los brazos y sonrío. Estoy contento, obviamente, pero no tengo la explosión de alegría que tuve en la Transvulcania, por ejemplo. Me fundo en un sentido abrazo con Sergi y le ofrezco la mano al chico que ha llegado delante de mi, que me abraza emocionado.

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Personalmente, sé que he cumplido mi sueño y he superado el mayor reto deportivo de mi vida, pero he sufrido tanto que en ese momento no lo acabo de disfrutar. Soy consciente que con el tiempo lo valoraré en su justa medida y me quedaré con las muchas cosas buenas que he vivido. Lo volvería a hacer? Ahora mismo diría que no o, si lo hiciera, sería en otras condiciones: preparándolo más, entrenando tramos, viajando antes a Chamonix…. Pero eso es muy complicado. Y ahora qué? Pues dentro de apenas dos semanas la Cavalls de Vent y en el horizonte la ilusión de participar algún día en la Western States, la carrera más prestigiosa de Estados Unidos, de 170 km. Es muy difícil, porque apenas hay 400 participantes cada año, pero también lo era el Mont Blanc y ya ha caído, no?

Transvulcania 2013: finisher en 10h17′ y la posición 91

La Transvulcania es una carrera espectacular que tiene lugar en la isla de La Palma con un recorrido de 83 quilómetros y 4.400 metros de desnivel positivo. Discurre a través del GR-131 y parte del GR-130 y tiene varias peculiaridades, como el hecho de salir a nivel del mar, subir hasta 2.500 metros entre volcanes y un paisaje alucinante, volver a bajar a nivel de mar y afrontar la llegada en Los Llanos de Aridane. Pese a que apenas tiene cinco años, el hecho de formar parte del World Skyrunning Series, su belleza y el patrocinio de una marca del prestigio de Salomon han elevado la prueba a una de las de más prestigio del calendario internacional. Este año, además, se habían dado cita los mejores corredores del mundo y aunque algunos como Anna Frost, Miguel Heras o Tony Krupicka se cayeron a última hora por lesión, el cartel seguía siendo de escándalo.

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Llegué a la isla el jueves por la mañana y me alojé en el Hotel Princess de Fuencaliente. Desde el primer instante te das cuenta que la isla está volcada con la carrera y que sus habitantes son muy amables. La mayoría te preguntan si vas a correr y te dan ánimos con una muestra de respeto y veneración. Estaba deseando correr y por la tarde no pude resistirme al hecho de ir hasta el Faro de Fuencaliente y hacer los 8 primeros quilómetros de la prueba y volver. No era cuestión de quemarse a dos días de la carrera, así que fui muy tranquilo, haciendo fotos y disfrutando de las imponentes vistas, del sobrecogedor silencio y probando por primera vez el calor al que me iba a enfrentar o otras dificultades, como el perfil duro, de piedras volcánicas, o la arena negra que dificulta mucho la tracción en plano y te hunde en las subidas. Al dia siguiente fui a la presentación para la prensa de la prueba y pude hacerme una foto con Kilian Jornet y Nuria Picas, dos corredores catalanes de los mejores del mundo, o hablar tranquilamente con otros, como Timmy Olson, el ganador de la última Western States. A muchos no les dirá nada, pero para mi era un sueño poder conocer y charlar con algunos de los mejores corredores del mundo, a los que llevo tiempo siguiendo.

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El día de la prueba nos levantamos a las 3 de la mañana, desayunamos en el hotel y a las 4,30 en punto subimos al autobús que debía llevarnos a la salida. Allí me encontré con Isra Prieto, el otro chico de Vilanova que corría la prueba, y con el que estuve hablando durante una hora mientras esperábamos que arrancara la prueba. Los días previos me obsesionaba la salida, puesto que había visto que tenía lugar por un sendero estrecho en subida y temía que, con 1.700 participantes, si salía de muy atrás me encontrara con un tapón que me retrasara innecesariamente. Por suerte, pudimos colocarnos muy adelante, prácticamente en segunda fila detrás de los profesionales, mientras esperábamos la salida a ritmo de AC/DC. El momento llegó y me vi corriendo con el corazón desbocado, pulsaciones a tope, por el sendero. Hice los primeros seis quilómetros a un buen ritmo, corriendo pese a que la subida era considerable, y mirando de tanto en tanto el precioso espectáculo que suponía ver una fila de luz formada por miles de corredores en medio de la más absoluta oscuridad.

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Ya durante la subida había mucha gente por el camino animando y me habían hablado de Los Canarios, el primer pueblo, pero no estaba preparado para lo que me encontré allí. Aún no eran las siete de la mañana y en la calle había centenares de personas animando como locos. Niños que te ponían las manitas para que se las chocaras, adultos, ancianos… Todos gritando ‘sí, se puede’ y haciendo que se me pusiera la piel de gallina e incluso se me estuvieran a punto de saltar las lágrimas. No soy una persona muy emotiva, pero aquello me superó y me hizo sentir que, pese a lo que pueda pensar mucha gente, era un privilegiado por poder correr una prueba así. La apoteosis llegó en el avituallamiento, que estaba entre dos vallas repletas de gente que se iban estrechando, estilo Tour de Francia. Estaba tan emocionado que apenas me hidraté, pese a que hacía mucho calor, y salí zumbando por una pendiente terrible mientras mis piernas protestaban.

Y tras el jolgorio, el contraste. La calma absoluta, el silencio de adentrarte en una zona boscosa previa al duro ascenso que nos esperaba hasta Las Deseadas. Sabía que en los primeros 20 quilómetros se pasaba de 0 a 2.000 metros, por lo que los 12 que me quedaban iban a ser muy duros. Ya había logrado situarme bastante adelante (en ese momento no lo sabía, pero pasé el primer control en la posición 97), y me dediqué a buscar un ritmo alegre, pero no excesivamente rápido. En todo este proceso la isla me regaló un amanecer precioso, que hizo un poco más afable una subida fatigosa, complicada por un terreno gravoso y escarpado. En este tramo me pasaron bastante corredores, sobretodo Canarios, que a mi entender iban muy rápidos, pero no me obsesioné. Quedaba mucha carrera y quería ser algo conservador para no llegar muy tocado al tramo más duro y de más calor.

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La llegada a la zona alta de Las Deseadas se hace dura. Apenas hay tramos corribles, así que intento subir a un buen ritmo, casi haciendo marcha atlética, y no detenerme. No me he hidratado bien y lo paso algo mal hasta llegar al segundo avituallamiento. Entre medio me asaltan las dudas: habré salido demasiado rápido? Notaré el cansancio por haber hecho la Ultratrail Barcelona de 114 km. apenas dos semanas antes? Por fin corono el punto más alto y empieza un descenso suave y agradable hasta el refugio del Pilar, parte en la que se acaba la media maratón y que marca un tercio de carrera, más o menos. Lo bonito y lo duro de este tipo de carreras es que, por mucha experiencia que tengas, siempre puedes cometer errores de novato. A mi me pasa en un tramo plano y sin dificultad. Estoy sacando algo de la mochila, no miro el suelo, me despisto y me tuerzo fuertemente el tobillo derecho. Me quedo parado por el dolor y la angustia. En otras carreras me ha pasado lo mismo y el dolor ha ido remitiendo, pero hace tres semanas me pasó en un entreno y fue en aumento. Si es así, y con 60 quilómetros por delante, estoy listo. Trato de calmarme, me tomo un ibuprofeno y corro cojeando y enrabiado por uno de los tramos más fáciles de la carrera.

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Por suerte, el terreno es fácil y con el movimiento el dolor remite. Llego al refugio aún sin ir a tope y oigo los ánimos de centenares de personas que están esperando la llegada de los corredores de la media maratón. Allí me avituallo abundantemente de isotónico y agua, que además está fresca y sienta de maravilla. Salgo y oigo una ovación atronadora, incluso de los voluntarios. Me giro para ver si llegan algún corredor local o el ganador de la media y me sorprendo al ver que no hay nadie, y que es por mi. Alucinando, recorro un tramo de pista en la que hay muchísima gente que te ofrece de todo: agua, comida, Aquarius… Te hace fotos, te anima… El ambiente es increíble.

Hemos llegado a 2.000 metros de altura en el km 26 y ahora viene un tramo que supuestamente planea hasta llegar en el 57 al punto más alto de la carrera, el Roque de los Muchachos. El tramo inmediatamente posterior al refugio es el más pistero y el único en el que se puede correr de una manera un poco regular y rápida, pero pronto llegan más tramos de subida que rompen el ritmo y ponen a prueba las piernas. Sigue habiendo muchísima gente de la isla por el camino, sentados junto al camino con neveras o que han salido a andar y a animar a los corredores. Algunos de ellos ya empiezan a ir tocados y van taciturnos, como Mohamed Ahansal. Me encuentro con el ganador del último Maratón de los Sables y lo está pasando mal. Intercambiamos unas palabras y sigo mi camino. Me siento bien y, aunque algunos corredores me dicen que reserve fuerzas, decido aprovechar el momento y confiar en que mis piernas responderán al final, como lo hicieron en la UTBCN.

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El tramo de ligera bajada pronto acaba y volvemos a afrontar una dura subida hasta el Pico de las Nieves, en el quilómetro 42. Aquí muchos corredores empiezan a notar el cansancio y se van quedando atrás, pero yo subo bien e, inexplicablemente, en muchas pruebas es un punto en el que empiezo a encontrarme mejor. Corro en algunos tramos de subida, pero en otros ando rápido para conservar algo las piernas. Todos los corredores expertos me avisan que la carrera empieza en el Roque de los Muchachos, que la subida hasta ahí es muy dura y la bajada, terrible. Llego al avituallamiento, me hidrato mucho (casi un litro de agua, más lo que cargo encima) y emprendo una pequeña bajada que dura muy poco. Otra vez subida hasta el pico de la Cruz y vistas cada vez más espectaculares de la llamada Caldera de Taburiente.

De ahí hasta adelante hay pequeños tramos llanos, con otros de subida, hasta llegar al mirador de los Andenes, creo, dónde hay un avituallamiento. Estoy a punto de saltarlo, porque apenas quedan cinco quilómetros hasta el Roque, pero decido pararme y comer algo de fruta y beber, siempre beber mucho. Cada vez voy mejor, pese a que la subida ha sido dura y queda lo peor. Ya casi nadie me adelanta y yo voy pasando a algunos corredores. Durante la prueba llevo puesto el altímetro en mi Garmin Fenix para no ver el tiempo que llevo. Tampoco quiero saber en qué posición voy. No quiero que eso me cree ansiedad y me obligue a ir más rápido de lo que puedo aguantar, sino que prefiero dejarme llevar por mis sensaciones y que sea lo que tenga que ser. La Llegada al Roque es extenuante, pero de una belleza sublime. Además, hay muchísima gente en el camino animando y en la parte final de la ascensión decenas de personas que te llaman por tu nombre (la organización reparte listas con los dorsales). Aunque las piernas están a punto de estallar, llego arriba corriendo, sonriendo, agradeciendo y saludando a cada persona con la que me cruzo o está sentada animando.

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En el avituallamiento el ambiente es festivo y hay corredores sentados comiendo pasta. Todo el mundo aplaude, para variar, y se desviven por atenderte. Me mojo la cabeza, porque la calor aprieta, como una barrita, bebo más de un litro de isotónico y me dispongo a encarar la tan temida bajada: en 20 quilómetros nos llevarán de la cota 2.500 al nivel del mar por un terreno supuestamente muy duro y pedregoso. Yo no suelo bajar muy bien y tengo el tobillo algo resentido, así que temo mucho este tramo y me voy mentalizando para que me pasen bastantes corredores. Los primeros quilómetros son fáciles, pero rápidamente llegan las bajadas más duras y técnicas, en las que debes vigilar mucho. Lo hago, pero eso no evita que me tuerza una segunda vez el tobillo. Esta vez el dolor es penetrante y me tengo que quedar parado un par de minutos. Además, el terreno no permite correr con seguridad y me vuelvo a poner en marcha lentamente. Llego con muchas dificultades al avituallamiento del Time, en el quilómetro 70, donde veo a dos profesionales portugueses retirándose.

Sólo me quedan siete quilómetros de bajada hasta Tazacorte, pero aun hay 1.500 metros de desnivel. No puede ser tan duro, me digo. Pero lo es, y mucho. Son las dos del mediodía y el calor es asfixante. Me había mojado la cabeza y la camiseta en el avituallamiento, pero a los cinco minutos estaba seco. A media bajada me encuentro con un chico sentado en un margen con la cabeza entre las manos. Le pregunto si está bien y al ver el dorsal me doy cuenta que es un profesional, Adam Campbell, que me mira con los ojos llorosos y me dice que sí, que siga. El tobillo no me sostiene bien y debo vigilar mucho dónde pongo el pie. Los quilómetros no pasan, me caigo, me enfado por estar haciéndolo mal y no disfrutar de la carrera… El último tramo de la bajada es por una escalera escarpadísima que no se acaba nunca. Allí me tuerzo por tercera vez el tobillo y caigo de rodillas con lágrimas de dolor en los ojos. En esta ‘dignísima’ posición me encuentra una chica que se para y se ofrece a ayudarme. Cuando me habla veo que es francesa y deduzco que se trata de Emilie Lecomte, otra profesional que debe estar luchando por acabar delante y ha tenido la delicadeza de interesarse por mi.

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Hago los últimos 150 metros de bajada literalmente andando, cojeando y dando tumbos hasta entrar en el paseo marítimo de Tazacorte. Creo que incluso estoy un poco mareado y me da vueltas la cabeza por el calor sofocante. Imaginaos un paseo de una ciudad turística un sábado a las 3 del mediodía con todas las mesas de los restaurantes llenas a rebosar. Empiezo a correr y al ser el terreno plano el tobillo me sostiene bien, voy ganando velocidad mientras toda la gente del paseo me aplaude y anima, voluntarios incluídos. Me giro a ver si llega alguna chica, profesional o alguien de Canarias, pero no viene nadie. Es por mi. Alucinante. Estoy demasiado cansado para emocionarme, pero entro en el avituallamiento sacudiendo la cabeza de incredulidad. Mi paso por la carpa es corto (en mi línea), pero me hidrato muy bien y me mojo de arriba a abajo, otra vez. Al salir voy con un chico canario que va andando con palos. Me dice que me reserve, que la subida que queda es dura, pero me encuentro muy bien de piernas, hay asfalto y quiero correr. NECESITO correr.

Algo ha cambiado. El paso por el avituallamiento ha borrado mi mal humor y, aunque la subida es dura y ya vuelvo a ir seco y sofocado, la hago a buen ritmo. Me pasa un chico que grita ‘qué calor, ay va la ostia!’, desde atrás le digo ‘eres vasco, no?’ y me responde, ‘cómo lo has sabido?’ Nos ponemos a reir los dos. En la subida hay grupos de chicos comiendo y con agua que te van lanzando por encima, algo que se agradece como nunca. La verdad es que no se me hace larga y sigo acelerando. En el tramo final pillo a dos chicos argentinos del Salomon Team. A uno lo reconozco porque lo han entrevistado en la salida presentándolo como ‘Gustavo, uno de los mejores corredores de Suramérica’. Empiezo a a intuir que voy muy bien de clasificación y me animo. Al final de la subida nos encontramos con un corredor sentado bajo un árbol diciendo abatido que no puede más. Nosotros tres, sin decirnos nada, nos acercamos, lo levantamos y empezamos a empujarlo para que siga. Ése es el ambiente de una carrera de este tipo. Compañerismo puro.

En las primeras casa hay gente con cubos de agua que te echan por encima y no paran de animarte: ‘vamos niño!’, ‘ya estás, transvulcanero’, ‘la línea azul y se acaba’… Y entonces la veo, una gran avenida con un carril bici azul que te lleva directo a la meta y me lanzo a un esprint con todo lo que tengo. Oigo algo como ‘niño, si estás para hacer otra Transvulcania’ y me río a carcajadas. El dolor de piernas no existe. El del tobillo tampoco. Estoy haciendo dos de los quilómetros más bonitos de mi vida, con gente animándome desde los balcones, gente parada en el arcén, niños mirando con cara de admiración y poniendo sus manos para que las choques, familias sentadas en bares gritando y animando. Delante, a lo lejos, veo un corredor extranjero que ya me había pasado un par de veces y decido respetarlo en la recta final, pero veo que va pasando al lado de los niños y los ignora. Y me da rabia. Esos niños están a las 4 de la tarde bajo un sol abrasador saludando a los corredores. Yo sigo disfrutando como un enano saludando a todo el mundo, musitando ‘gracias’ cada vez que me animan, y chocando mis manos con cada una de esas pequeñas manitas. Uno de los padres, enfadado cuando el corredor de delante esquiva a su hijo, me dice ‘pásalo, pásalo!’. Y decido pasarlo como un avión para llegar a la increíble meta de Los Llanos con los brazos abiertos, mirando el reloj, viendo que estaba en 10h17′ (cuando me había planteado entre 11-12 horas) y sintiéndome feliz, muy feliz. Luego sabría que había quedado en la posición 91, algo que no me imaginaba ni en mis mejores sueños, pero aún ahora, ya con la cabeza fría, pienso que lo mejor no es el tiempo. O el puesto. Sino las sensaciones que viví a lo largo del recorrido y el cariño de la gente y los voluntarios que, por mucho que escriba, nunca podré reflejar aquí. Gracias La Palma. Hasta pronto.
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