No es la carrera más larga, ni la más dura, pero probablemente la The North Face Ultratrail del Mont Blanc (UTMB) es la prueba de trail running más emblemática del mundo, aquella que casi todo corredor sueña con hacer y acabar por lo menos una vez en la vida. Y es que, para estar en la línea de salida, cada participante debe acreditar como mínimo haber acabado tres carreras de larga distancia el año anterior y, además, ser uno de los 2.469 afortunados de entre los 10.000 solicitantes de media que suele haber anualmente. Una vez aceptado tendrá por delante una exigente vuelta completa al macizo del Mont Blanc, con un total de 170 kilómetros y un desnivel positivo de 10.000 metros pasando por tres países. Eso es, por poner algunos ejemplos cercanos, como completar cuatro maratones de Barcelona seguidas (sin contar el desnivel de subida), subir una altura superior al Everest o bien completar dos vueltas seguidas a la Cavalls del Vent.
Yo llegaba a la prueba preparado, pero muy prudente ante el reto de correr una distancia mucho más larga de lo que había hecho hasta ahora (los 112 kilómetros del Ultra Mític de Andorra el año pasado). Mi único objetivo era acabarla y, si podía ser, no adentrarme mucho en la segunda noche, por lo que debía rondar las 30-35 horas, pero sin que ello pusiera en riesgo el objetivo número uno: ser finisher. Por motivos de faena y familiares no pude viajar a Chamonix hasta el día anterior, aunque por suerte pude hacerlo con mi amigo de la infancia y compañero de entrenos Sergio Montes. El jueves nos levantamos a las 5,30 de la mañana, nos pegamos ocho horas de coche y por la tarde estuvimos andando y asistimos al Café & consejos de Salomon con Miguel Heras, por lo que a las 9 de la noche me metía en la cama completamente muerto. El viernes, las horas pasan rápidamente hasta las cuatro y media de la tarde, un día y una hora que muchos hemos tenido grabada a fuego en la cabeza durante días e incontables horas de entreno. La clásica fanfarria de Vangelis suena en la plaza de Chamonix, completamente atestada de gente, y la larga serpiente de corredores se pone en marcha en pos de un sueño: los primeros espadas saliendo a toda velocidad y los atletas populares que van por atrás andando casi un kilómetro y empapándose del ambiente y de los ánimos de la gente.
Los primeros kilómetros de la UTMB son una especie de paseo triunfal por el valle y por diversas localidades como Les Houches, Saint Gervais, Les Contamines o Notre Dame de la Gorge. Con una única subida al Delevret, el paso por los pueblos permite a los corredores disfrutar de los ánimos de miles de personas, sobretodo niños, que te miran con admiración o no paran de gritarte cosas como ‘Bravo’, ‘Allez’, ‘Courage’ o ‘bonne course’. Yo, sin embargo, vivo una de las experiencias más angustiosas de mi vida. Durante todo el día he tenido una sensación rara, como de cansancio y sueño, y cuando salgo, pese a ir a un ritmo cómodo, me voy encontrando mal. Tengo el estómago removido y cada vez me noto menos las piernas. Me digo que es imposible estar tan cansado con solo 10 kilómetros y que debe ser nervioso, pero no logro salir del bucle y empiezo a temer por un fracaso estrepitoso. Pruebo todas las tácticas mentales de las que dispongo, trato de relajarme y de disfrutar del ambiente y en la subida a la estación del Delevret una pequeña y bonita niña francesa pone la mano para que se la choque con una mirada de ilusión. Eso me encanta, así que me acerco y lo hago y al momento me doy cuenta de una cosa: estoy sonriendo por primera vez desde que ha arrancado la carrera (antes sí que me había reído, y mucho con un participante japonés… disfrazado de mono!).
El cambio es radical. El paso por los otros pueblos me permite seguir chocando las manos con un montón de niños, de sonreír y de agradecer a todos aquellos que me animan. El cuerpo empieza a funcionar con normalidad. Tras 40 kilómetros muy asequibles, sin embargo, se hace de noche y la carrera se revela en toda su crudeza. Se pasa de las multitudes a la soledad absoluta e iniciamos tres largos y duros ascensos hasta el Col du Bonhomme (2.443 metros), el Col de la Seigne (2.516) y l’Aréte Mont Favre (2.435) en una parte que dicen que es de las más bonitas de la carrera. Sin embargo, nosotros, sumidos en una negra y fría noche, apenas vemos más allá del óvalo de luz de nuestros frontales y debemos poner los cinco sentidos en unas subidas exigentes y unas bajadas que pueden convertirse en trampas para articulaciones y tobillos. Ésta es una de mis obsesiones: no hacerme daño en las bajadas y no arriesgar. En la primera bajada, sin embargo, me empiezan a pasar corredores que van muy rápidos y trato de seguirlos un poco. Resultado: una torcedura dolorosa del tobillo derecho y una caída en la que casi parto uno de mis palos. Me cabreo conmigo mismo por no prestar atención a lo planeado anteriormente y aún arriesgo menos en las bajadas, tratando de apretar en las subidas.
Con el paso de la noche la UTMB entra en Italia buscando el primer gran hito de la carrera: Courmayeur (km 77). Antes, en un avituallamiento me dan una bebida isotónica que parece mucho más densa que las otras, pero no le presto atención. Un rato después empiezo a encontrarme fatal, con una bola en la barriga, justo en el momento en el que toca bajar y puedo correr. El movimiento agrava mi malestar y acabo parando y vomitando a un lado del camino. Perfecto. Nunca me había pasado esto en una carrera y ahora me pasa a más de 90 kilómetros de la meta! Logro hacer los últimos tres de bajada por un camino tortuoso, serpenteante y lleno de polvo, y entro en Courmayeur, un punto en el que pueden venirte a asistir familiares y puedes recoger la bolsa con ropa y comida que has dejado en la salida. Yo, sin embargo, no tengo asistencia, entro y no me dan la bolsa, tengo que volver atrás a buscarla, y debo hacer bastante mala cara, porque una chica catalana que está esperando a su novio que está en la enfermería se ofrece a ayudarme. Se lo agradezco, pero lentamente voy haciendo. Me cambio parte de la ropa mojada, los calcetines y subo al pabellón a comer alguna cosa. El problema es que no me apetece absolutamente nada. Mi plan de avituallamiento, que comprendía hacer una comida fuerte allí, ha saltado por los aires. Perfecto otra vez.
Decido alimentarme con caldo y beber el máximo de agua posible para evitar deshidratarme, pero nada de pasta (energía), sales minerales (para las rampas) o café (para el sueño). Por ahora todo eso es secundario a cambio de recuperar el estómago. Lo apasionante de este tipo de carreras es precisamente esto: saber que te van a pasar todo tipo de cosas imprevistas y que debes ir gestionándolas. En este sentido, el UTMB es una inmensa aventura en le que uno debe ir afrontando los múltiples problemas que se le van a ir apareciendo con la mayor calma y autoconfianza posible.
Una salida relajada para asentar el estómago por las vacías calles de Courmayeur da paso al inmediato ascenso de 800 metros positivos hacia el refugio Bertone, uno de los más emblemáticos del mundo, junto al Bonatti, bautizado así en honor al mítico escalador y alpinista transalpino. El tramo entre los dos bucólicos refugios de montaña llanea bastante y permite a los corredores disfrutar de una vistas sobrecogedoras y terriblemente bellas de las Grandes Jorasses, los colosos nevados que están al lado del Mont Blanc. En este tramo oigo a un chico catalán de Igualada por detrás que ve mi bandera en el cuello y empieza a hablarme. Recuerdo que le doy las gracias porque llevo unas 14 horas encerrado en mi mismo y ese rato que hablamos me permite evadirme un poco. Eso, unido a la belleza del paisaje, que ya es de día y que el estómago se me va asentando, me anima bastante. Me siento un privilegiado por estar allí. Tras pasar por el avituallamiento de Arnuva (km. 95) nos toca afrontar la cima de la prueba: un tortuoso ascenso de 900 metros hasta los 2.537 del Grand Col Ferret. Ahí es donde Miguel Heras, por ejemplo, sufrirá un pequeño bajón que le llevará a ceder el primer puesto de la prueba al finalmente ganador, el joven francés Xavier Thevenard.
Para el resto de los mortales, la carrera está más allá de clasificaciones, tiempos o competir con los otros. La única lucha es contra uno mismo y contra el duro recorrido, por lo que impera la camaradería con los compañeros que uno se va cruzando en el camino. Es habitual ver parar a un corredor parar a preguntar a otro si necesita asistencia o prestarse a compartir geles, barritas energéticas o apósitos si a otro le hace falta. Con todo, las horas y el cansancio (más de 24 ya sin dormir y unas 18-19 en carrera) empiezan a hacer mella y la mayoría de participantes vamos bastante taciturnos y sin muchas ganas de hablar. Coronar el Grand Col Ferret supone llegar al punto psicológico de los 100 kilómetros, pero exige un desgaste físico terrible en un sábado por la mañana en el que empieza a hacer calor. Personalmente no me asustan las subidas: como soy bastante potente de piernas, marco un ritmo regular e intento no pararme para que no se haga muy largo, pero ciertamente el Col Ferret te lleva al límite. Por el camino adelanto a bastantes participantes fundidos o sentados en un piedra y en la cima hay una decena estirados recuperando fuerzas antes de iniciar con las piernas y sobretodo los pies doloridos un exigente descenso de 5 kilómetros hasta el avituallamiento de la Fouly, que parece que no llegue nunca.
Una vez allí, paro para reponer fuerzas y trato de comer algo, porque llevo horas a base de caldo, pero apenas puedo probar bocado sólido. Vaya tela. Así que salida hacia Champex-Lac, ya en la parte Suiza del trazado y segundo hito del camino, ya que se permite la asistencia familiar. Este tramo es de apenas 14 quilómetros y sin desnivel, pero el cansancio empieza a pasar mucha factura. En contrapartida, podemos disfrutar de la pintoresca belleza de los pueblos de los alpes suizos, unas maravillosas casitas de madera que parecen de juguete en medio de prados verdes. La tranquilidad y la paz son absolutas, aunque todos sus habitantes sin excepción, cruzan palabras de ánimo o aplausos con cada corredor, ya sea desde sus casas, sus jardines o las mesas en las que están comiendo. La única ‘trampa’ de este tramo es una complicada y angustiosa subida de 400 metros hasta Champex Lac, una preciosa localidad con un enorme lago en el que hay un montón de gente tomando el sol, haciendo un pícnic o siguiendo la carrera. Se hace larga, pero al final llego al avituallamiento, en el que puedo comer alguna cosa sólida y algún trozo de barrita.
La salida de Champex es igualmente bella y al principio agradable, con tramos llanos bordeando un río en los que corro bastante. Este tramo, hasta Trient, no tiene grandes desniveles a parte de subir al Col Bovine a casi 2.000 metros, pero la ascensión es muy larga y tendida y presenta complicaciones como la de ver el camino bloqueado por un grupo de vacas, que no quieren ceder su puesto de privilegio y te obligan a subir campo a través. La otra gran dificultad son los 17 kilómetros de distancia hasta Trient, que en condiciones normales serían un paseo, pero con el cansancio acumulado se convierten en eternos. La subida la hago más o menos bien, pero en la bajada los pies me matan y el terreno es bastante pedregoso y técnico. Los noto hinchados y, por no pisar donde me duele, acabo corriendo mal y llagándome. La bajada es bastante agónica y se me hace muy muy larga. Llego a Trient hecho polvo y lo primero que hago es quitarme las bambas para que se deshinchen los pies, me tomo un ibuprofeno, cojo algo de comida, ahora sí, y me siento 15 minutos a comer, revisar el trazado y el planteamiento de la carrera. Yo había intentado en todo momento no hacer apenas segunda noche y ya veo que no podrá ser, así que decido asegurar el tiro, parar y reponer fuerzas en los dos avituallamientos que quedan y estar muy atento a las bajadas.
Estamos en el kilómetro 139 y ahora mismo afronto un tramo de 10 hasta Vallorcine, en el que subes cinco quilómetros y bajas otros cinco y como, curiosidad, pasas la frontera entre Suiza y Francia en la que la organización avisa que te pueden pedir el DNI. Me digo mentalmente que casi lo tengo, que la subida voy a ir a ritmo, pese a que los palos me han llagado las manos (vaya drama) y que solo tengo que acabar la bajada sin lesionarme para quedarme a 19 kilómetros de la meta. Ascender el Catogne, a 2027 metros, es ya una empresa titánica, aunque se logra con paciencia y la ayuda de los bastones, pero afrontar la bajada con el dolor en las plantas de los pies terrible es poco más que un calvario. Por suerte, ésta no es tan técnica como la anterior y permite correr algo más.
Aún así, ya vuelve a ser de noche, la temperatura baja y el sueño provoca confusiones de los sentidos, sombras que parecen personas e incluso alguna que otra alucinación, como un presunto frontal tirado en el camino que cuando me agacho a coger descubro que es… una piedra. En el primer momento me entra la risa, pero luego me digo que no haga el tonto, a ver si me voy a despeñar cuando sea noche cerrada. Como no he tomado café en todo el día, la sensación de sueño es terrible. Por momentos parece que flotas y que hay una especie de distancia entre lo que ven tus sentidos y procesa tu cabeza. En Vallorcine vuelvo a quitarme las bambas, a coger algo de comida y me tomo un gel de cafeína para el sueño, arriesgando con el estómago, pero pensando que ya queda poco. El último tramo es básicamente una ascensión de 9 kilómetros a la Téte aux vents, la imponente cima que queda a la derecha de Chamonix en Les Aigulles Rouges, y bajar al pueblo. Los primeros quilómetros son planos y se puede correr (o trotar), pero los últimos 4-5 son una ascensión tremenda a 2130 metros que acaba con las escasas fuerzas de más de uno. Las vistas deben ser espectaculares, pero es noche cerrada y no veo nada más allá del camino. Los primeros dos quilómetros de bajada son terriblemente técnicos, con mucha piedra y saltos, y acaban de destrozar las piernas ya muy doloridas y los pies. Hay momentos en los que parece que tenga espinas clavadas en la planta, me duele tanto que tengo ganas de llorar y decido tomarme otro ibuprofeno. Por momentos te sientes como si la carrera te estuviera tendiendo una última trampa e incluso te cabreas y murmuras barbaridades en voz baja. Pero no me rindo. Paso a paso voy saltando con la ayuda de los palos y pensando en llegar a la Flegere, el último control de paso. Una vez allí sabes que lo tienes, que has podido con este monstruo.
Quedan siete quilómetros de pistas y senderos en los que cada uno deja ir sus emociones como puede o sabe. Personalmente, empiezo a correr cada vez más rápido y la adrenalina hace que desaparezca por un momento todo el dolor y tensión acumulados. Después de muchas bajadas asegurando y sin arriesgar, en esta me dejo ir, salto y disfruto como un niño pequeño. Adelanto a un chico que va hablando solo en catalán, al parecer con su madre ya muerta, otro que me mira con los ojos llorosos y un tercero con la cara desencajada de dolor. Me cruzo con una persona que me dice algo y me ciega con el frontal y le respondo ‘merci’. Cuando ya he pasado oigo ‘Albert?’, me paro y digo ‘Sergi?’ y me responde ‘qué haces corriendo?’, jajaja. Vaya diálogo! Le digo que voy bien, que los pies ya no me duelen tanto y puedo correr. Me va contando lo que queda y recuerdo que me quejo del terreno y del dolor, pero estoy muy contento de tenerlo allí conmigo y de poder correr con relativa facilidad. Cruzo Chamonix semidesierto a la 1,40 de la mañana para parar el crono en 33h13′. Aún así, todas las personas con las que me cruzo y voluntarios me felicitan y me aplauden. En la recta de meta recuerdo que abro los brazos y sonrío. Estoy contento, obviamente, pero no tengo la explosión de alegría que tuve en la Transvulcania, por ejemplo. Me fundo en un sentido abrazo con Sergi y le ofrezco la mano al chico que ha llegado delante de mi, que me abraza emocionado.
Personalmente, sé que he cumplido mi sueño y he superado el mayor reto deportivo de mi vida, pero he sufrido tanto que en ese momento no lo acabo de disfrutar. Soy consciente que con el tiempo lo valoraré en su justa medida y me quedaré con las muchas cosas buenas que he vivido. Lo volvería a hacer? Ahora mismo diría que no o, si lo hiciera, sería en otras condiciones: preparándolo más, entrenando tramos, viajando antes a Chamonix…. Pero eso es muy complicado. Y ahora qué? Pues dentro de apenas dos semanas la Cavalls de Vent y en el horizonte la ilusión de participar algún día en la Western States, la carrera más prestigiosa de Estados Unidos, de 170 km. Es muy difícil, porque apenas hay 400 participantes cada año, pero también lo era el Mont Blanc y ya ha caído, no?