¿Por qué correr durante 33 horas?

¿Por qué corres ultras? ¿Cuántas veces te han hecho esta pregunta? ¿Y cuál es la respuesta correcta, si es que la hay? ¿Te has parado a pensarlo? En el fondo, la razón es la misma por la que tienes hijos, estudias una carrera, te decides a aprender idiomas, te arriesgas a escribir un libro… Porque la vida son emociones y esas emociones no las vas a vivir cómodamente sentado en tu sofá. Este es el prólogo de ‘Corriendo hacia lo imposible‘, un libro de Lectio Ediciones que sale publicado el 27 de enero y que habla de eso, de cosas que parecen imposibles, pero que con esfuerzo, ilusión y pasión pueden hacerse posibles. 

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Mis aventuras empezaron a existir en el momento en el que tomaron forma en mi cabeza

Walter Bonatti

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Cuando eres un corredor de ultradistancia una de las preguntas que sueles escuchar es ¿por qué lo haces? Personalmente, en ese momento, suelen pasarme por la cabeza una sucesión rapidísima de imágenes, emociones y pensamientos antes de responder.

¿Por qué someto mi cuerpo a esta tortura? ¿Por qué me paso más de diez, veinte o treinta horas corriendo? ¿Por qué me arriesgo a tener llagas descomunales o a andar un par de días con los pies hinchados? ¿Por qué acepto el reto pese a que sé que, en una misma carrera, puedo pasar del calor extremo a temblar de frío? ¿Por qué me levanto a las tres de la mañana para ir a correr o me paso una noche y media corriendo sin dormir? ¿Por qué me expongo a tener tanta hambre o sed hasta el punto de ser capaz de beber agua estancada en un charco sobre una roca? ¿Por qué me arriesgo a lesionarme gravemente? ¿Por qué reniego silenciosamente arrodillado en el suelo porque me he torcido un tobillo? ¿Por qué aguantar el dolor, el maldito dolor que a veces se acaba convirtiendo en un inseparable acompañante y me hace llorar de rabia en medio de las montañas? ¿Porqué llevo el cuerpo hasta este extremo cuando podría estar durmiendo cómodamente o en una terraza tomando un café?

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Pues porque la vida son sensaciones y esas sensaciones no las voy a vivir sentado en un sofá. Y para volver a revivir la inocencia y la diversión de un niño pequeño que se desliza por la nieve. Para sentir la libertad que te da saltar por prados verdes al lado de vacas o caballos. Para atravesar un río de agua helada que me llega hasta las rodillas, sin importarme si me mojo las zapatillas o los calcetines. Para encontrarme con un alce, majestuoso, altivo, encima de una roca, de noche, en una montaña de 2.000 metros al lado de Chamonix. Para pisar charcos con barro hasta el tobillo y acabar tan sucio que no tienes más remedio que tirar los calcetines a la basura.

Y por el silencio. Por la humedad de una noche de verano en la cual corro horas y horas solo, únicamente acompañado por una letanía de grillos y otros insectos. Por la sensación mística de subir a las cuatro de la mañana a la montaña de Montserrat envuelta por la niebla y por un silencio sepulcral, o por la calma que desprende un pequeño pueblo del Priorat a las tres del mediodía de un sábado. Por la sensación irreal de coronar el Niu del Àliga, mirar hacia mi derecha y ver toda la Cerdanya como si de un decorado de cine se tratase. Sin escuchar ruido alguno o, tal vez, con suerte, el grito poderoso de un habitante de las alturas durante su majestuoso vuelo. Por el silencio puro, cristalino, de las montañas nevadas en las que como mucho se escucha el suave crepitar de algún animal sobre la nieve. Por las horas y horas solo entre bosques, árboles, piedras y montañas. Por qué en el silencio y en los quilómetros es dónde me encuentro a mi mismo y veo la vida con más claridad…

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Y por el ruido. Por la sensación a atravesar una alfombra con decenas de personas a ambos lados que te aplauden como si fueras un atleta de élite o un corredor del Tour de Francia. Por escuchar al mítico Depa gritando tu nombre en la meta de la Transvulcania o la Transgrancanaria. Para subir el Aizkorri en Zegama bajo la lluvia, cubierto de barro y entre los gritos de cientos de espectadores que están ahí desafiando al mal tiempo. Por ese niño de cinco año que me pone la manita para que la choques, me sonríe y me mira como si fuera un héroe o un ser mitológico. Por el ánimo de todas y cada una de las personas que te puedes llegar a cruzar durante las 33 horas del Ultratrail del Mont Blanc: ya sean niños, adultos o mayores, ya sean franceses, italianos o suizos, todos tienen un bravo o un allez para mi, para que siga adelante. Por emocionarme atravesando un pueblo de la isla de la Palma a las siete de la mañana y encontrarte decenas de personas y familia gritando ‘¡¡sí se puede!!’. Por alucinar cuando llego a la cima del Comapedrosa a les tres de la mañana y escucho un ruido fantasmagórico y imposible de gaitas y tambores. Y porque más adelante me encuentro dos personas tocando los instrumentos a 3.000 metros al lado de un fuego en una escena irreal.

Y por el ego personal, claro. Por eso también. Porque pocas cosas te hacen sentir tan fuerte e invencible como continuar corriendo después de haber hecho 125 kilómetros y llevar 25 horas de carrera. Porque me siento capaz de hacer en un día travesías entre refugios que la gente suele cubrir en tres o cuatro. Porque tengo claro que estoy solo en la montaña, pero sé que en casa hay mucha gente que me sigue y me anima, que me acompaña en mi reto y en mi sufrimiento. Por las felicitaciones que recibo de gente que cree que soy muy fuerte, una especie de robot, aunque yo sé que soy humano, muy humano, y que he sufrido como nunca en la vida.

Y por la humildad. Porque, pese a todos estos elogios, golpes en la espalda y lo que piense la gente, tengo claro que soy una persona normal, sin ninguna cualidad extraordinaria, y que me ha costado horrores llegar hasta allí; que he tenido que entrenar, entrenar, entrenar… y volver a entrenar. Porque nunca me he sentido tan frágil, mortal e insignificante como cuando me he encontrado al lado de montañas de 3.000 metros que me llevaban al limite y amenazaban de consumir hasta mi último aliento de fuerza vital. Porque, pese a que no soy una persona especialmente emotiva, he llorado de emoción y también de dolor apartado a un lado del camino. Y en algún momento he tenido miedo de no estar a la altura, de no cumplir las expectativas, de fallar en mis retos. Pero no me avergüenza, porque el miedo o el dolor son sensaciones que forman parte de la vida y me recuerdan que puedo creerme muy duro, pero al fin y al cabo soy humano.

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Todo esto me hace ser humilde, pero a la vez me hace fuerte. Me endurece el carácter y el cuerpo. Y por eso, cuando has corrido más de diez horas bajo la lluvia, ya nunca dejas de entrenar porque caigan cuatro gotas. O no te quejas cuando debes impartir tres clases seguidas de spinning. O, cuando has corrido bajo la nieve, ya no te planteas dejar de salir a las cinco de la mañana en invierno porque hace frío. O que, pese a que llegas destrozado a casa después de entrenar tres horas, sabes que te quedarán fuerzas para salir a pasear y a correr detrás de tu hijos de tres años. Porque, cuando has sufrido tanto, te das cuenta de que muchos de los problemas de tu vida cotidiana no son tan grandes y aprendes a relativizarlos.

¿Por qué me expongo a todo esto? Por la belleza, sin duda. La majestuosidad indescriptible e impagable de una cima nevada. Por ese momento en el que llevo horas corriendo, miro a mi alrededor y tengo que pararme admirar el paisaje, aunque me adelante otro corredor. Por esos instantes de plenitud absoluta que me pueden asaltar en cualquier momento, y no necesariamente en la meta o en el punto más alto de la montaña. Por conocer sitios maravillosos que de otra manera no habría visto nunca. Por la belleza pura e indescriptible de un atardecer, con el sol que se desdibuja en las cimas, o de los primeros rayos de luz de un amanecer mientras subo una cresta en el medio de una isla.

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Y porque, gracias a las ultras, puedo hacer cosas impensables, como toda la vuelta al macizo del Mont Blanc y pisar tres países distintos (Francia, Italia y Suiza) en un solo día. O puedo rodear por completo todo un país como Andorra. O puedo atravesar de punta a punta una isla, subir desde el nivel del mar hasta la cumbre de un volcán, a 2.500 metros de altura. O puedo cruzar un desierto de los Estados Unidos a 40 grados con serpientes y escorpiones que vigilan mis pasos fatigados. Y todo esto puede parecer una locura, una absoluta y completa locura, pero en el fondo son emociones. Y las emociones son la vida. Nuestra vida.

Por eso, cuando me hacen esta pregunta, cuando me dicen ¿por qué lo haces?, como soy incapaz de elegir una única respuesta, suelo esbozar mi sonrisa más angelical y despreocupada y respondo: “Porque, aunque no te lo creas, me hace feliz.”

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